Antes de que el precio del café cayera en el mercado internacional por una severa crisis del grano en Latinoamérica; antes de que se ventilara toda la corrupción en el Instituto Mexicano del Café (Inmecafe). Antes de todo esto, don Ricardo y su familia vivían, sino en la bonanza, si dentro de una modestia sostenible que le daba para comer a sus 10 hijos.
“Eran buenos tiempos aquellos”, dice al momento que se soba, parsimonioso, su arrugada tez de más de ocho décadas. “Ahora —suspira—, ahora no alcanza ni para frijoles. Yo tengo ya tres años sin cosechar ni un grano. Los peones cada vez quieren cobrar más, y los acaparadores te lo compran al precio que quieren, conocedores de la necesidad de uno. Eso ya no sirve”.
Se trata de don Ricardo Vázquez Castro, un anciano de 83 años de edad; moreno claro él, ojos cafés cobrizos y alto, como su padre —refiere—. Es originario de la sierra de Atoyac, de mero arriba, de un pueblo que le hace honor a su nombre: La Soledad, un pequeño caserío que no aparece ni en las cartografías más rudimentarias del INEGI. Que se pierde en la pobreza humana y en la exuberante selva verde de encinos y platanares. Agria contradicción.
Don Ricardo, dueño de una gran huerta de café que ahora no es más que un guamil impenetrable de bejucos, uñas de gato y guarumbos, vive de recuerdos —no tiene otra opción— y de la ayuda que le puede arrancar a cada uno de sus hijos que tuvieron que emigrar a las grandes ciudades. “Tengo dos hijos en México, uno en Cuernavaca, una en Acapulco, otros en Chilpancingo, y los demás (los menos, realmente) se quedaron a vivir en la sierra, con sus mujeres o maridos y sus hijos, muriéndose de hambre. Como yo”. Ríe amarga, ácidamente.
En carne propia
No es para menos. La situación por la que atraviesan los cafeticultores de la sierra de Atoyac es tan grave, que los pueblos se están quedando solos. Unos se mueren de viejos o de enfermedades —las más de las veces curables— y otros se van. A otros, también, los matan.
Acá, lo único que se experimenta es hambre, en el más amplio sentido del concepto. No hay que comer. Los fogones ya no se prenden más, los molinos de nixtamal lo único que trituran es óxido. Y los comales cuarteados tienen el sello blanco de aquellas memelas grandes, gruesas, que alguna vez alimentaron a decenas de peones que iban al corte del café cuando su cosecha era redituable.
Ahora ya no, en La Soledad no se siente otra cosa que eso, desolación, abandono e indolencia del gobierno por los problemas de la gente. Las casuchas, la mayoría, están hechas de bajareque con techos de cartón y piso de tierra; las menos, están elaboradas de adobe y las aún menos, de tabique y losa de concreto. Éstas de hecho, son rarísimas. Es más, si se cuentan dos es mucho. Los dueños son los acaparadores.
En el interior de las casas más modestas, los catres de hilo de costal, con sarapes roídos por el uso, se dispersan sin seguir una simetría; se trata de una sola pieza donde duermen padres e hijos, juntos... y revueltos.
Pero eso sí, las paredes lucen bien revocadas con tierra blanca que de pronto parece plateada, de las cuales penden retratos de parientes remotos. En su mayoría difuntos; según nos dicen.
La lámina de cartón que cubre el techo está tan viejo, que en las alboradas parece una gran bóveda celeste. Los primeros rayos de sol que se filtran por los interminables y pequeños orificios del cartón emulan estrellitas en un cielo decembrino, pero no, es finales de febrero, y ya vienen las lluvias. Para ese tiempo esto será una regadera.
De este lado de Guerrero no existe ningún servicio público, sólo la luz eléctrica que parece, también, se está extinguiendo. En las noches es de un amarillo pálido, parpadeante, amenazando que se quiere ir para no volver más. Como los jóvenes que se destierran a las grandes urbes del país o a Estados Unidos.
La Soledad se quedó en la época del Cardenismo, antes de todas las reformas constitucionales al 27 o bueno, tan sólo al 3°, donde ya la educación es obligatoria pero hasta la secundaria.
Aquí no, aquí sólo hay una escuelita rural, como en cientos de pueblos de Guerrero, que imparte sólo la educación primaria, y cuya responsabilidad recae únicamente en dos profesores; uno instruye del primero al tercer grado, y el otro del cuarto al sexto.
Sin embargo, los datos en este rubro no son alentadores. Tres de cada cinco jóvenes que se quedaron a radicar en este poblado, nunca terminaron la educación primaria; mientras que los que la concluyen, ya no estudian la secundaria; la causa, sigue siendo la falta de dinero.
Está tan mal la cosa aquí, que ya ni siquiera las perras paren como antaño; de modo que hasta la población canina está en peligro de extinción.
“La pobreza duele —habla otra vez don Ricardo moviendo el espeso bigote blanco—, como duele la barriga cuando se siente hambre y no hay que echarle”.
Iletrado, don Ricardo no estudió ni el “parvulito”, como le llama él al nivel preescolar. De sus hijos, el que más estudió, terminaría la primaria. Si acaso. Así que ni él ni sus paisanos, la mayoría amigos de toda la vida, no entienden eso de las crisis internacionales, ni de la corrupción en el Inmecafe, que precipitó su desaparición.
Ellos sólo empezaron a ver que cada vez les deban menos dinero por su cerezo, como se le llama al café cuando está maduro, rojo carmesí, sin despulpar pues. Y luego, al paso del tiempo, les avisaron que ya no iba ir el Instituto a comprárselos. Más tarde, se vieron vendiendo bananos, limones dulces, cajeles, algún becerro o gallinas que habrían atesorado. Y cuando menos se dieron cuanta, ya no comían sino puro plátano maconcho verde, hervido con sal. Fue entonces que cayeron en la cuenta que habían rebasado los estándares de pobreza. Ya vivían en la miseria.
El lugar más recóndito
Para llegar a La Soledad no es menos penoso que vivir ahí. La llegada a la cabecera municipal, Atoyac de Álvarez, tiene que ser muy temprano, para que el sofocante calor de medio día no menoscabe los ánimos.
De antemano, se tiene que saber que no hay transporte público hacia el poblado, así que se debe correr con suerte para encontrar una camioneta de carga, regularmente, que vaya a San Vicente de Benítez, un pueblo más grande pero no menos mísero que La Soledad.
El trayecto es de azoro. Una angosta carretera federal con baches tan grandes como cualquier cráter lunar, cruza por poblados polvorientos y pobres, con perros flacos como sus dueños, y niños tripones con lunares de la desnutrición en sus mejillas y brazos.
Un viento glacial indica inmediatamente cuando se ha entrado a los territorios de la selva cafetalera. El aire se siente como pequeños cristales que se incrustan en el rostro y en los brazos de los pasajeros que viajan en la parte posterior de la camioneta de redilas.
El veinte se acaba —término muy común acá para indicar que se ha llegado al destino final— en San Vicente, comunidad a la orilla de la carretera que conduce hasta El Paraíso. De allí habrá que caminar por más de dos horas sobre un camino desolado, de tarrecería, sin ver otra cosa que cafetos, encinos, azulillos y guarumbos, que llega finalmente hasta La Soledad.
Aquellos tiempos
Don Ricardo rememora. Habla con una nostalgia de viuda en vigilia de cuando el aromático valía. Y esa es la plática recurrente en las interminables tardes de café humeante, en el patio de su casa con sus contemporáneos. “Así me he de morir”. Dice.
Recuerda que ni siquiera rayaba el sol, serían como las cuatro y media de la madrugada, cuando sus hijas ya estaban levantadas guisando los frijoles, moliendo el nixtamal y echando tortillas. Era un estruendo de ollas y gallinas correteadas para el sancocho que obligaba a despertar a todo mundo.
“Mis hijos barones —dice con un orgullo que no refleja al referirse a las mujeres— a las seis de la mañana ya estaban listos para ir al potrero a ordeñar las vacas. La leche no faltaba para acompañar la taza del café.
“En el patio —un inmenso terreno de tierra roja, en cuyo final descansa un abundante guayabal que él mismo sembraría en los años de su juventud—, no se podía ni caminar de tantas gallinas, patos y guajolotes que Roselia (su primera mujer) criaba”.
El granero guardaba sacos de arroz, de azúcar, de maíz, de frijol para los tiempos de lluvias, durante los cuales no se puede ni transitar por las lodosas laderas del poblado.
Pero la decadencia fue gradual. Aún en los tiempos más lejanos, cuando él era un jovencito, recuerda que su madre administraba quintales y quintales de café capulín para vender durante todo el año. “Esos sí eran tiempos de bonanza”. Acota.
“Quizás corrían los años 50 ó 60 —dice quitándose el sombrero, mientras se rasca la cabeza—, sepa Dios. Lo que sí sé es que poco a poco el grano fue valiendo cada vez menos. Nos explicaron lo de un convenio de cuota que administraba la llamada ONU, fue algo así como que ya no se pudo sostener.”
A lo que don Ricardo se refiere es al convenio de cuota que se firmó en 1940 y que administró, no la Organización de Naciones Unidas —que para ese entonces aún no existía—, sino la Oficina Panamericana del Café. Y lo que él ignora es que en realidad serían aproximadamente tres décadas de bonanza económica, pues para 1962 se acordó firmar cuotas del grano a escala mundial y las Naciones Unidas negociaron un convenio cafetalero internacional.
Este acuerdo estuvo en vigor durante cinco años, y durante ellos aceptaron sus condiciones 41 países exportadores y 25 importadores. El convenio se renegoció en 1968, 1976 y 1983. Pero en 1989, las naciones participantes no lograron firmar un nuevo pacto, y los precios del café en los mercados internacionales se desplomaron.
Aquí fue donde don Ricardo apreció en su justa dimensión que la cafeticultura no era más un modo de vivir, y acabaron con las pocas gallinas y ganado que aún le quedaban de los tiempos de abundancia de su madre, comiendo plátano hervido con sal y rumiando los recuerdos en las tardes de café con su amigos ancianos.
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