Bala más bala no es igual a paz; caravana de dolor, llanto y optimismo

|David Espino|
Una niña con un altoparlante entona lo que parece un himno. Su voz suave, su canto convencido. “Que paren esta guerra / queremos ya la paz / que paren esta guerra / queremos ya la paz”… mientras la caravana se organiza para avanzar como un solo ente, aunque con muchos dolores y muchas pérdidas; con muchas cabezas y una sola ilusión: que en efecto acabe, pronto, sin más huellas de sangre, esta guerra que Felipe Calderón desató con más pérdidas que logros para la gente, con más logros que pérdidas para los narcos.
Salió a las 10 y tantos, casi a las 11 de la mañana, de la alameda de los mártires, rumbo al zócalo de Morelos y sus sentimientos. Dividida en cuatro, la caravana es una, no obstante. Los silenciosos, encabezados por Javier Sicilia, llena de gente de blanco, todos callados con fotos en lo alto de sus desaparecidos, de sus muertos, de la gente que han perdido en ésta que no debería ser una guerra, pero por cuyas pérdidas humanas parece que lo es. Lo es.
Los siguen los hippies, con tambores y cantos, saliendo de uno de los 12 autobuses que saldrían de Iguala una hora antes, uno de ellos muy parecido al Furthur, el bus de los Merry Pranksters de comienzo de los 60. Hippies y rastas en una sola comuna, también con caracoles que resoplaron, que hicieron sonar con su sonido de mar atrapado, una vez que bajaron del bus para indicar que habían pisado tierra chilpancingueña. Luego confluyeron todos en la avenida Juárez, sonando tambores, tarolas y bombos como sonidos de guerra que eran de paz.
La niña con el altoparlante lo dijo en todo el camino con rumbo a la plaza cívica. Su canto dulce insistió y fue oído por todos lo que iban en el afluente humano o por quienes, curiosos, asomaban la cara de sus casas y negocios, de sus escuelas sabatinas. Incluso por quienes sólo habrían entreabierto la puerta, los ojos como gatos asomando desde la oscuridad. “Que paren esta guerra / queremos ya la paz / que paren esta guerra / queremos ya la paz”… y todos los del grupo cantaban en coro mientras un hombre con maneras de mimo echaba pelotas al aire para hacer malabares, como el anuncio de un carnaval. Un carnaval de paz que en efecto fue.
Luego los radicales, evocando a Emiliano Zapata. Anhelando: “¡Zaaaaapata vive, la luuuucha sigue!, ¡Zapata vive y vive, la lucha sigue y sigue!” Todos como en medio de un performance. Todos en medio como de un performance en el que uno de ellos va vestido precisamente del general Zapata, con bigote grueso y rechoncho sombrero, carrilleras de utilería; y sus acompañantes de huaraches cruzados con playeras y camisetas de motivos revolucionarios y zapatistas, con estrellas rojas maoistas –¿0 petistas?– y alguna que otra con la hoz y el martillo. Gritando consignas como una marcha de protesta de cetegistas, de electricistas o de campesinos de Atenco.
Al final, a la cola de la caravana, van los duros. Muchachos de entre 20 y 30 años con aspecto de cegeacheros de la UNAM; de estudiantes de Economía, de Filosofía y Letras o de Ciencias Políticas. Estudiantes sí, o egresados o desertores. Las consignas los identifican. “¡Mis padres me decían ‘ponte a estudiar, pero si hay problemas, salte a protestar!’”. Se ven muchachos con adolescencias dejadas apenas; otros, en cambio, de precoz envejecimiento. Uno de ellos vende un periódico, un panfleto fotocopiado en papel bond. Pelo ondulado hasta los hombros con un manchón de canas al estilo Tongolele.
Él es el que grita también en la caminata que ya casi llega a la explanada: “¡A ver, a ver, quién tiene la batuta, si el pueblo organizado o el gobierno hijo de puta!”. Algunos metros más adelante, la niña de la comuna hippie entona otra canción. Ésta de la revolución pero modificada para la ocasión: “La cucaracha, la cucaracha / ya no puede caminar / porque no quiere porque le espanta, / esta guerra singular”. Y los estribillos que le siguen, bien compuestos para el momento. La niña baila, sus acompañantes bailan, los reporteros, camarógrafos y fotógrafos que han seguido esta caravana desde el Distrito Federal bailan. Inevitable no contagiarse de su optimismo.

Vistos desde lejos se ve una sola masa, uniforme, acompañante de un Sicilia que no se inmuta, que camina con la bandera de México en la mano como si fuera un bastón de mando. Lo protege un cinturón de gente con un cinturón de imágenes, cortesía, de seguro, de todos los fotógrafos que han armado historias, que le han dado cabeza y pies a las historias de quienes siguen al poeta desde que en marzo pasado mataron a su hijo y luego en mayo emprendió la odisea.
Entonces, atrás de él y su contingente de silenciosos, van los demás: los hippies, los radicales y los duros. Todos confluyen como uno solo y se prestan por fin a escuchar los testimonios del zócalo.
Unos metros antes de llegar, una mujer con aspecto de saber de la organización y lo que llaman “logística”, le dice a Abel Barrera Hernández, director de Tlachinollan, los pasos grandes, sin descanso para no rezagarse: “Entonces a ver, métase conmigo, que ahora le digo a Javier que se le integrarán usted y ¿quién más?”. Abel le hace una seña a Manuel Olivares, de la Red Guerrerense de Organismos de Derechos Humanos, y éste a Tita Radilla, que va atrás también, aprisa pero no corriendo. Tita a pesar de sus años, de su edad en la lucha tras las huellas de su padre desaparecido por la violencia del Estado en los 70, aún se mira fuerte, bastante maciza. Y la mujer que sabe de la logística se lleva de la mano a Abel y Abel a Manuel y Manuel a Tita.
Llegan al entarimado y los vendedores de souvenirs ya están allí. Posters y cidís, libros de viejo que los compas compran “caros pero están bien. Ni modo”. Fistoles de PRD, del gobierno legítimo, del PT. Ninguna cara del Che ni siglas del EZLN. Los vendedores se desplazarán con sus propios medios, se piensa, atraídos por la multitud que es una caravana y por la multitud que atrae la caravana. Hacen su labor al fin de cuentas. Se acompañan en el camino a fin cuentas. Posters de Zapata y Villa, de las Adelitas y los efectivos del ejército revolucionario, con sus caras de esperanza todos. Todas ellas. Miles que murieron hace 100 años. Miles como ahora, aunque en distintas, radicalmente distintas, condiciones.

Los nombres de éstos, de las nuevas víctimas, están en el ambiente. Desfilan en pancartas y mantas, en lonas de todos los tamaños sostenidas desde hace meses o años por sus familiares deudos. Andrea Morlett, Maricela Escobedo, Gustavo Casteñeda, Juan Alvarado, Rocío Alvarado, Nitza Alvarado, Raúl y Jesús Salvador Trujillo, Joel Francisco Ayala, Luis Carlos Barajas, Rafael Cervantes, José Luis Barajas, Fabio Alejandro Igareña, Rafael Malvido, Sergio Ramírez, Jaime López, Óscar González, Jorge, Jorge Gabriel Cerón, Jesús Bello, Ludwin Hernández, Gabriel Melo, Mario Alberto Morales, Armando Chavarría, Juan Francisco Sicilia.
Sus familias reviven su memoria, remueven sus recuerdos. Algunos entre sollozos, otros con coraje, otros con indignación. Y otros más, los más, entre sollozos, coraje e indignación. La comuna de los hippies como hormigas, hacen su labor en el centro de la explanada. Lo que saben hacer mejor. Con brochas gordas y finas, latas de pintura blanca y negra, delinean una enorme paloma blanca con rumbo a un símbolo de la paz, el universal símbolo de la paz que los hippies tanto usaron en los 60 y que sigue vigente.
–¡Vaya que sigue vigente!, –dice uno de ellos cuando el reportero se lo pregunta.
Los despertó don Pablo Sandoval Cruz, en una intervención cuyas palabras marcaron el rumbo de esta caravana por la paz con justicia y dignidad que rueda hacia el sur. “Una bala contra otra bala no puede establecer la paz”, dijo don Pablo. Y Sicilia, luego se la agradeció. Entonces vinieron los recuerdos y los reproches a un gobierno que no ha atinado más que a decir que se gana, cuando en realidad se pierde. Se pierde porque miles ahora tienen familiares muertos, desparecidos, involucrados. Miles ahora han sido testigos de levantones y asesinatos, de balaceras y han leído rumbo a sus escuelas y sus trabajos las mantas dejadas por los narcos. Amenazantes, calladas, impostergables.
Tita también los animó con sus palabras y sus 37 años de lucha a cuestas. Sin descanso, sin regateo; sin ceder ni concederle la razón al Estado que primero la despreció y ahora la ignora. A pesar de que las puertas que ha tocado en el país han permanecido cerradas pero que se le han abierto en el extranjero. Y aún así la ignoran.
“¡Aquí no aparecemos gente!”, dijo la mujer de Jesús Bello del colectivo de familiares de asesinados y desaparecidos que coordina el Taller de Desarrollo Comunitario. “¡Aquí no aparecemos gente!” repitió una, dos, tres veces como la única respuesta que le dieron en la Procuraduría General de Justicia y en el Ministerio Público cuando le tocó hablar de su experiencia, y la hija que no atinó más que a sollozar cuando tuvo el micrófono en las manos. “Era mi padre, y yo sé quién era”, dijo y la venció el llanto.
Javier Monroy intervino antes. Pasó lista de algunos desaparecidos y asesinados y hasta pudo poner algunos puntos sobre las íes. Se sumó a la caravana y a la lucha que en Guerrero él ha sido ejemplo y reclamó a quienes, según él, quisieron boicotear su participación. Dijo que no podrían estar en un estrado cuyo facilitador –el ayuntamiento– los desalojó meses antes del módulo de información cercano al quiosco. Sicilia disintió. Dijo que si bien el estrado lo pudo haber puesto el ayuntamiento, al fin de cuentas los recursos no son ni del alcalde ni de los regidores, sino de todos los ciudadanos. Y zanjó el asunto.
Entonces vino su voz. La voz acaso que todos esperaban, la voz del nombre que había sido aludido en todas las intervenciones como quien ha enseñado este camino. El camino de los deudos con una meta de tres verbos: hablar, exponer, catalizar las experiencias de dolor que, se notó ese día, aún no deja en paz a los cientos que lo acompañan y en la que este trecho se sumó también Martha Obeso, para contar los días desde que murió su marido el diputado Chavarría, y todos lo que ha tenido que pasar.
Dijo Sicilia: “Ya no podemos estar ojo por ojo, diente por diente, porque nos quedaremos ciegos y nos quedaremos sin dientes”. Aceptó que “todos somos culpables en esta lucha”, como dijo antes una madre cuyos dos hijos los desaparecieron y aún no los halla. Ni cuerpos ni señas de ellos. Ella dijo que todos somos culpables porque “debemos guardar a nuestros hijos, amarlos y no negarles nunca un abrazo”. Sicilia le dio la razón y se sumó a la petición de ver de nuevo a los desaparecidos y que se les aplique la justicia a quienes hayan cometido esos crímenes. Contra quienes se alimentan del horror, han cometido genocidio y tienen un gran desprecio por lo humano.
“A los señores de la muerte le dejamos claro que no nos van a mollar y que vamos a recuperar la paz con justicia y dignidad”, dijo. Y cuando lo dijo, los hippies ya estaban terminando la gran paloma que quedó como un recuerdo, como la huella del andar de los deudos que ahora irán por Veracruz o Tabasco hasta llegar a Guatemala, donde pedirán perdón porque hasta allá han llegado los cuernos de los señores de la muerte, donde tuvieron que matar, también –¿por qué?–, a Facundo Cabral.

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