|David
Espino|
–Voy
a cumplir 17, en enero –me dice en la pista de baile. El antro
solo, apenas dos clientes bostezan en medio de la estridente música
grupera.
La
noche no es de fiesta ni invita a nada. Nada de tumultos, quizás
porque no es día de quincena. Más bien el bulevar está solo. Unos
automóviles cruzan sonámbulos y no hay música en Las Vegas Nigth
Club, donde trabaja Yuridia. Aunque si bajamos de la camioneta fue
por ella, que estaba afuera de otro antro, el vecino Eclipse Nigth
Club, con su actitud de niña y sus piernas infantiles que salían de
la falda, comiendo mango con chile.
Nos
asomamos. Nada llama nuestra atención. Yuridia bromea con el hombre
que cuida la puerta. Se ve amable y nos invita a pasar.
–Pasen,
caballeros, pasen. Hay chicas y chelas como deben de estar: unas
calientes y otras frías.
El
sitio, más bien, es el frío. Las chicas no se ven por ningún lado,
salvo Yuridia que, luego vemos, camina hacia Las Vegas y entonces
atinamos: ese es el lugar.
La
matrona mira desde el fondo, gatuna. Un homrecillo moreno se para a
poner discos sin preocuparse por el ritmo en los cambios y el rancio
olor a mingitorio se mezcla con el aromatizante de baño. Yuridia nos
vio cuando cruzamos el vano de la puerta y supo que esa noche habría
clientes a quien fichar.
–A
100 varos la chela de la chica –responde el hombrecillo que también
es mesero cuando le preguntamos si es posible invitarle una copa a la
dama.
La
matrona nos mira con recelo cuando vemos pasar las caderas
adolescentes de Yuridia cerca de nuestra mesa. Abre más los ojos
cuando la tomo del brazo para invitarle una cerveza.
–Las
Vickys están bien
helodias
y sabrosas –la incito. De inmediato dice que sí. Se sienta, cruza
las piernas. Se le nota incómoda y por fin dice:
–Denme
chance; ahorita vengo.
No sabemos a dónde va. De
reojo vemos que cruza unas palabras con la matrona. Luego se mete a
un pequeño cuarto con una cortina de tela rasgada como puerta.
La música se oye como un
ruido adentro de una caja hueca. Molesta en un lugar que está vacío
y no hay voces estridentes ni risas de otras chicas que la atenúen.
Unas cuantas luces de colores dan vuelta en el centro de la pista sin
tubo en medio. El verde fosforescente de las paredes muestran la
verdadera índole del antro.
–De
mala muerte –pienso. Yuridia me saca de mi absorto.
–¡Lista!
–dice por detrás.
En
seguida el mesero le trae su cerveza en un vaso. Nosotros ya estamos
a tono con un par de Vickys
que le sacamos al primer cubetazo mientras esperábamos. Entonces
vemos que fue a maquillarse. Se dejó la misma blusa ajustada al
ombligo y la falda de mezclilla a la cadera. Unos tines blancos y las
agujetas de los Converse
resaltan con el neón malva. El colorete no le hace ningún favor, ni
tampoco la hace ver mayor, si es que esa fue su intención.
–Vente
–dice y me jala de la mano–, vamos a bailar.
La
grupera romántica hace que la abrace. Le rodeo su estrecha cintura y
me doy cuenta que es más flaca de lo que aparenta. Nos contoneamos y
hablamos de su edad. Me dice que está por cumplir 17 pero no le
creo. En realidad se ve como de 15, con 16 a cumplir. La música
cambia, el hombrecillo pone una rola más movida. Rica. Yuridia sabe
su oficio, se voltea, para sus pequeñas nalgas y me las embadurna.
Mi cuerpo reacciona al momento y se lo digo. Ella lo siente y ríe
divertida.
La
canción termina y le digo que mejor regresemos a la mesa.
Ahora uno de los compas le hace plática. Por el ruido no se sabe de qué hablan pero ella se ve divertida. Ríe mucho. Su risa permanente la hace más infantil, porque sus colmillos le asoman cada que se carcajea. Me uno a las risotadas sin saber por qué y eso hace que se me acerque. Le pregunto más cosas.
–Oye
–le grito al oído–, ¿el día que quiera puedo venir y salirnos?
–No.
No hago servicios –me dice muy seria. Le insisto.
–¿Pero
cuánto cobras?
–En
serio, no hago servicios.
–¿Qué
es un servicio? Tal vez no estamos hablando de lo mismo –me hago el
inocente y río porque ella me mira incrédula.
–No
te hagas güey –dice y ahora ríe ella.
–¿Quieres
decir que no coges?
La
expresión le saca un gesto de sorpresa, de haberle parecido
demasiado explícita la palabra. El vaso de cerveza le alcanza para
dos tragos grandes. Se lo volvemos a llenar. Sigue la plática.
–¿No
te deja tu padrote? –pregunto.
–No
tengo padrote –recobra la seriedad, aunque no hace gestos de
haberle molestado el término.
–Eso
sí no te lo creo. Todas acá tienen quien las controle –repone
otro compa.
–Pero
yo no –responde.
Vuelve
a tomarse la cerveza de dos tragos y volvemos a llenarle el vaso.
–Cuando
yo bebo, bebo en serio –nos advierte sin que se lo hayamos
preguntado. Quizás porque se siente observada–. Hace una semana
nos pusimos una peda con unas amigas... Me gasté como dos mil pesos
que me saque en fichas.
–¿Aquí?
–Aquí
empezamos y luego nos vamos a otros lugares
–¿No
te da miedo?
–No,
nos cuidan. Tengo amigos que nos cuidan. No podemos andar solas, no
nos dejan.
–¿Quiénes?
–Los
dueños.
–No
que no tenías padrote
–No.
Ellos nos cuidan y nos dicen qué hacer. Pero nos son nuestros
padrotes –dice, convencida.
No
hago más preguntas.
Yuridia es de Iguala. Llegó hace un par de años, cuando tenía 14, a trabajar con la madrota que no deja de mirarnos. No estudia. No cuenta una historia de amargura ni dice que está en el lugar orillada por las circunstancias. No dice que tiene hijos, ni madre anciana y enferma ni hermanitos a quien mantener. Le gusta y punto. Gana dinero y cubre sus gastos. Punto.
–No
me inicié de esto –cuenta–. De puta. Llegué buscando otros
trabajos, pero... sin nada de escuela ni nada de nada. Luego la
conocí a ella –dice sin voltear a ver a la mujer en la esquina–
y empecé limpiando, luego mesereando y cuando vi que las fichas son
lo bueno. Me puse a fichar.
Platicamos
lo de dos cubetazos de cerveza más. Un compa,
el compa
que los pagaría, hace señas con sus dedos de que hay no más dinero
para chelas.
En la búsqueda de redondear
la conversación compartimos números telefónicos y hasta me dice su
verdadero nombre: Mariel. Pero ya no sé si éste es falso y el de
Yuridia verdadero.
De su blusa entallada, con
escote, en medio de sus senos florecientes asoma, plateada y
siniestra, un dije de la Santa Muerte.
–¡Qué
chida! –digo.
–Allá,
adentro, tenemos otra.
Ya me había dado cuenta. La
veo cada que me paro a orinar sobre una especie de pileta de losa con
sarro entre amarillento y anaranjado que hace las veces de
mingitorio. El bulto alto y negro blandiendo su guadaña se impone
atrás de la barra. Velas y flores la tributan.
–¡Pero
ésa que traes está chida! –le repito con ganas de que me diga te
la regalo. No lo dice.
–Sí,
verdad. Me la regalaron. Es la que me cuida.
Las Vegas Nigth Club fue el burdel que al final nos atrapó de toda la zona del bulevar. Travestis, dealers y teiboleras adolescentes que aparentan ser mayores. Todo se mezcla aquí. La zona de tolerancia de una sociedad cuyo conservadurismo arrastró a sus confines aquello que juzgaron de impropio. Ahora este bulevar es como su vena principal. La principal arteria que libra del tráfico a la ciudad burócrata.
Las
Vegas Nigth Club es vecino del Eclipse Nigth Club o, mejor dicho, su
hermano: comparten dueño y cuadra. Los separa nomás un par de casas
cerradas a tres chapas, una taquería y una tendajón de cervezas
para llevar. Los antros vecinos, aunque a muchos metros de distancia,
pero al fin vecinos porque comparten este bulevar, son La Tía, una
cantina encubierta bajo el mote de Lonchería. El Paraíso, para los
orgasmos mentales. Bar Eli con sus chicas bondadosas, que a todos
quieren, que no discriminan. El bar gay Mocedades. El Tazzmania para
quienes buscan emociones fuertes:
–Estábamos
mis compas y yo echando chela, campantes en el Tazzmania –me cuenta
uno de los compas en la camioneta, antes de decidirnos a entrar a Las
Vegas–, cuando de pronto entran unos sorchos gritando, con rifle en
mano y sacándonos a todos. “¡Valió madre!”, pensé. Nos
revisaron hasta el culo. Y no es decir mucho, hasta los celulares
checaron. Dijeron que andaban buscando a unos. Se llevaron a dos. A
culatazos los subieron a la Hummer. No supimos si eran ellos a
quienes buscaban; pero se los llevaron.
–¿Y
luego, ustedes qué hicieron? –pregunto.
–Nada.
Luego regresamos adentro a acabarnos las chelas que se estaban
entibiando.
O
el Xacas, oscuro, tenebroso. Pienso que si la X se cambia por una Ch,
entonces diría Chacas, y eso, eso ya es otra cosa. Le sigue el
Venus, cuyo nombre explica todo; el Bar Club 69, ídem; la Casa
Mónica, la legendaria casa de citas –ahora cerrada por un excesivo
cobro de piso– que de niños veíamos con curiosidad morbosa
quienes nos aventurábamos a cruzar el bulevar. A estar en el confín,
pútridos y condenados para siempre.
Luego,
por fin, aquél nombre, luminoso, la trampa perfecta para atraer
especies nocturnas. Luces para noctámbulos: Las Vegas Nigth Club.
Pero sólo es el nombre. Adentro, el rancio olor a mingitorio, el
hombrecillo moreno y pequeño que apenas y sabe poner discos, la
madrota gatuna, la niña Yuridia, escuálida, y el bulto de la Santa
Muerte que siempre procura.
1 comentario:
Línea narrativa ágil, salvo algunos puntos, casi perfecta. Salu2.
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