Vickys y teiboleras en el bulevar de Chilpancingo

|David Espino|
Yuridia es joven. Demasiado como para estar en este lado de la ciudad. Sus torneadas piernas, su piel nívea, sus Converse del 23 le hacen ver sus 16 años. Ni el neón ni el maquillaje le ocultan su cara de niña. Sus ojos negros, sus caninos pronunciados, rastro de sus recientes 13, su modo de beber cerveza, su pelo terso, su diminuto trasero bajo la diminuta falda de mezclilla, de estrecha talla. Todo delata su edad.
Voy a cumplir 17, en enero –me dice en la pista de baile. El antro solo, apenas dos clientes bostezan en medio de la estridente música grupera.
La noche no es de fiesta ni invita a nada. Nada de tumultos, quizás porque no es día de quincena. Más bien el bulevar está solo. Unos automóviles cruzan sonámbulos y no hay música en Las Vegas Nigth Club, donde trabaja Yuridia. Aunque si bajamos de la camioneta fue por ella, que estaba afuera de otro antro, el vecino Eclipse Nigth Club, con su actitud de niña y sus piernas infantiles que salían de la falda, comiendo mango con chile.
Nos asomamos. Nada llama nuestra atención. Yuridia bromea con el hombre que cuida la puerta. Se ve amable y nos invita a pasar.
Pasen, caballeros, pasen. Hay chicas y chelas como deben de estar: unas calientes y otras frías.
El sitio, más bien, es el frío. Las chicas no se ven por ningún lado, salvo Yuridia que, luego vemos, camina hacia Las Vegas y entonces atinamos: ese es el lugar.
La matrona mira desde el fondo, gatuna. Un homrecillo moreno se para a poner discos sin preocuparse por el ritmo en los cambios y el rancio olor a mingitorio se mezcla con el aromatizante de baño. Yuridia nos vio cuando cruzamos el vano de la puerta y supo que esa noche habría clientes a quien fichar.
A 100 varos la chela de la chica –responde el hombrecillo que también es mesero cuando le preguntamos si es posible invitarle una copa a la dama.
La matrona nos mira con recelo cuando vemos pasar las caderas adolescentes de Yuridia cerca de nuestra mesa. Abre más los ojos cuando la tomo del brazo para invitarle una cerveza.
Las Vickys están bien helodias y sabrosas –la incito. De inmediato dice que sí. Se sienta, cruza las piernas. Se le nota incómoda y por fin dice:
Denme chance; ahorita vengo.
No sabemos a dónde va. De reojo vemos que cruza unas palabras con la matrona. Luego se mete a un pequeño cuarto con una cortina de tela rasgada como puerta.
La música se oye como un ruido adentro de una caja hueca. Molesta en un lugar que está vacío y no hay voces estridentes ni risas de otras chicas que la atenúen. Unas cuantas luces de colores dan vuelta en el centro de la pista sin tubo en medio. El verde fosforescente de las paredes muestran la verdadera índole del antro.
De mala muerte –pienso. Yuridia me saca de mi absorto.
¡Lista! –dice por detrás.
En seguida el mesero le trae su cerveza en un vaso. Nosotros ya estamos a tono con un par de Vickys que le sacamos al primer cubetazo mientras esperábamos. Entonces vemos que fue a maquillarse. Se dejó la misma blusa ajustada al ombligo y la falda de mezclilla a la cadera. Unos tines blancos y las agujetas de los Converse resaltan con el neón malva. El colorete no le hace ningún favor, ni tampoco la hace ver mayor, si es que esa fue su intención.
Vente –dice y me jala de la mano–, vamos a bailar.
La grupera romántica hace que la abrace. Le rodeo su estrecha cintura y me doy cuenta que es más flaca de lo que aparenta. Nos contoneamos y hablamos de su edad. Me dice que está por cumplir 17 pero no le creo. En realidad se ve como de 15, con 16 a cumplir. La música cambia, el hombrecillo pone una rola más movida. Rica. Yuridia sabe su oficio, se voltea, para sus pequeñas nalgas y me las embadurna. Mi cuerpo reacciona al momento y se lo digo. Ella lo siente y ríe divertida.
La canción termina y le digo que mejor regresemos a la mesa.

Ahora uno de los compas le hace plática. Por el ruido no se sabe de qué hablan pero ella se ve divertida. Ríe mucho. Su risa permanente la hace más infantil, porque sus colmillos le asoman cada que se carcajea. Me uno a las risotadas sin saber por qué y eso hace que se me acerque. Le pregunto más cosas.
Oye –le grito al oído–, ¿el día que quiera puedo venir y salirnos?
No. No hago servicios –me dice muy seria. Le insisto.
¿Pero cuánto cobras?
En serio, no hago servicios.
¿Qué es un servicio? Tal vez no estamos hablando de lo mismo –me hago el inocente y río porque ella me mira incrédula.
No te hagas güey –dice y ahora ríe ella.
¿Quieres decir que no coges?
La expresión le saca un gesto de sorpresa, de haberle parecido demasiado explícita la palabra. El vaso de cerveza le alcanza para dos tragos grandes. Se lo volvemos a llenar. Sigue la plática.
¿No te deja tu padrote? –pregunto.
No tengo padrote –recobra la seriedad, aunque no hace gestos de haberle molestado el término.
Eso sí no te lo creo. Todas acá tienen quien las controle –repone otro compa.
Pero yo no –responde.
Vuelve a tomarse la cerveza de dos tragos y volvemos a llenarle el vaso.
Cuando yo bebo, bebo en serio –nos advierte sin que se lo hayamos preguntado. Quizás porque se siente observada–. Hace una semana nos pusimos una peda con unas amigas... Me gasté como dos mil pesos que me saque en fichas.
¿Aquí?
Aquí empezamos y luego nos vamos a otros lugares
¿No te da miedo?
No, nos cuidan. Tengo amigos que nos cuidan. No podemos andar solas, no nos dejan.
¿Quiénes?
Los dueños.
No que no tenías padrote
No. Ellos nos cuidan y nos dicen qué hacer. Pero nos son nuestros padrotes –dice, convencida.
No hago más preguntas.

Yuridia es de Iguala. Llegó hace un par de años, cuando tenía 14, a trabajar con la madrota que no deja de mirarnos. No estudia. No cuenta una historia de amargura ni dice que está en el lugar orillada por las circunstancias. No dice que tiene hijos, ni madre anciana y enferma ni hermanitos a quien mantener. Le gusta y punto. Gana dinero y cubre sus gastos. Punto.
­–No me inicié de esto –cuenta–. De puta. Llegué buscando otros trabajos, pero... sin nada de escuela ni nada de nada. Luego la conocí a ella –dice sin voltear a ver a la mujer en la esquina– y empecé limpiando, luego mesereando y cuando vi que las fichas son lo bueno. Me puse a fichar.
Platicamos lo de dos cubetazos de cerveza más. Un compa, el compa que los pagaría, hace señas con sus dedos de que hay no más dinero para chelas.
En la búsqueda de redondear la conversación compartimos números telefónicos y hasta me dice su verdadero nombre: Mariel. Pero ya no sé si éste es falso y el de Yuridia verdadero.
De su blusa entallada, con escote, en medio de sus senos florecientes asoma, plateada y siniestra, un dije de la Santa Muerte.
¡Qué chida! –digo.
Allá, adentro, tenemos otra.
Ya me había dado cuenta. La veo cada que me paro a orinar sobre una especie de pileta de losa con sarro entre amarillento y anaranjado que hace las veces de mingitorio. El bulto alto y negro blandiendo su guadaña se impone atrás de la barra. Velas y flores la tributan.
¡Pero ésa que traes está chida! –le repito con ganas de que me diga te la regalo. No lo dice.
Sí, verdad. Me la regalaron. Es la que me cuida.

Las Vegas Nigth Club fue el burdel que al final nos atrapó de toda la zona del bulevar. Travestis, dealers y teiboleras adolescentes que aparentan ser mayores. Todo se mezcla aquí. La zona de tolerancia de una sociedad cuyo conservadurismo arrastró a sus confines aquello que juzgaron de impropio. Ahora este bulevar es como su vena principal. La principal arteria que libra del tráfico a la ciudad burócrata.
Las Vegas Nigth Club es vecino del Eclipse Nigth Club o, mejor dicho, su hermano: comparten dueño y cuadra. Los separa nomás un par de casas cerradas a tres chapas, una taquería y una tendajón de cervezas para llevar. Los antros vecinos, aunque a muchos metros de distancia, pero al fin vecinos porque comparten este bulevar, son La Tía, una cantina encubierta bajo el mote de Lonchería. El Paraíso, para los orgasmos mentales. Bar Eli con sus chicas bondadosas, que a todos quieren, que no discriminan. El bar gay Mocedades. El Tazzmania para quienes buscan emociones fuertes:
Estábamos mis compas y yo echando chela, campantes en el Tazzmania –me cuenta uno de los compas en la camioneta, antes de decidirnos a entrar a Las Vegas–, cuando de pronto entran unos sorchos gritando, con rifle en mano y sacándonos a todos. “¡Valió madre!”, pensé. Nos revisaron hasta el culo. Y no es decir mucho, hasta los celulares checaron. Dijeron que andaban buscando a unos. Se llevaron a dos. A culatazos los subieron a la Hummer. No supimos si eran ellos a quienes buscaban; pero se los llevaron.
¿Y luego, ustedes qué hicieron? –pregunto.
Nada. Luego regresamos adentro a acabarnos las chelas que se estaban entibiando.
O el Xacas, oscuro, tenebroso. Pienso que si la X se cambia por una Ch, entonces diría Chacas, y eso, eso ya es otra cosa. Le sigue el Venus, cuyo nombre explica todo; el Bar Club 69, ídem; la Casa Mónica, la legendaria casa de citas –ahora cerrada por un excesivo cobro de piso– que de niños veíamos con curiosidad morbosa quienes nos aventurábamos a cruzar el bulevar. A estar en el confín, pútridos y condenados para siempre.
Luego, por fin, aquél nombre, luminoso, la trampa perfecta para atraer especies nocturnas. Luces para noctámbulos: Las Vegas Nigth Club. Pero sólo es el nombre. Adentro, el rancio olor a mingitorio, el hombrecillo moreno y pequeño que apenas y sabe poner discos, la madrota gatuna, la niña Yuridia, escuálida, y el bulto de la Santa Muerte que siempre procura.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Línea narrativa ágil, salvo algunos puntos, casi perfecta. Salu2.