Dos [brevísimas] historias de violencia

|David Espino|

Bala perdida
Efraín subió a la combi. Eran las 9:00 de la noche, la hora en que todos los trabajadores quieren llegar a sus casas, no importa que vayan apiñados. Cuando le hizo la parada se dio cuenta que el vehículo estaba repleto. Viajó encorvado desde la alameda. A las 6:00 que salió de la construcción en la que trabaja dos cuadras abajo, fue a tomar unas cervezas con otros albañiles. El pesero de la ruta Rosario Ibarra fue llenándose más, y si el chofer desistió de subir a más gente fue porque los pasajeros le gritaron que apenas y se podía respirar.
Bajó como pudo en Villas del Sol. Desde acá, desde el cuarto donde duerme en la azotea de la casa de su hermana, Chilpancingo se ve como una llamarada. Calentó café en el tazón de peltre y lo tomó sentando viendo cómo la noche consumía las luces de la ciudad. Tardó un rato contemplando el cuadro, hasta que se dio cuenta que había dado un par de cabezazos. Vio el reloj. Eran casi las 10:00. Se paró, fue al baño a orinar y se preparó para dormir. En eso estaba cuando escuchó un golpe como de una pedrada en el techo de lámina metálica. Volteó hacia arria, vio que se había hecho un agujero. Era una bala perdida.
Se asomó para ver de qué se trataba y entonces vio la balacera.
Los fogonazos de los AK-47 se distinguieron hasta acá con la oscuridad de la noche. Alcanzó a oír el martilleo de las armas; no quiso meterse a su cuarto por temor y se quedó admirando, pasmado, tirado al suelo. Media hora después bajó, le contó a su hermana lo que pasaba, y ésta le sugirió que ya no subiera. Se quedaron hablando hasta pasada la media noche. Ambos estaban asustados. Seguro que había sido una balacera entre sicarios y policías, o entre sicarios y sicarios. Lo sabían porque sonidos similares se oyeron aquel martes 21 de febrero cuando sicarios mataron a los policías ministeriales Osiris Pérez López e Ignacio López Hidalgo.
Efraín lo confirmó al otro día en el trabajo, cuando un compañero de la obra le dio a leer un periódico que anunciaba con altoparlante la balacera de la noche anterior y que compró mientras esperaba la combi. “Sicarios rafaguean al director de averiguaciones previas de la Procuraduría de Justicia, Marciano Peñaloza Gama, cuando salía de la Procuraduría y viajaba junto con sus escoltas por el encauzamiento del río Huacapa. En los hechos, uno de los policías ministeriales que repelieron la agresión resultó muerto”, leyó Efraín a su compañero que no sabe leer ni escribir pero que seguido compra el diario más sensacionalista para enterarse, por lectura de otros, de los crímenes del día en Chilpancingo.
–Este cabrón volvió a nacer –le dijo el compañero a Efraín en cuanto terminó de leer la nota.
–Sobrevivió su martes 13 –le respondió éste. Luego contó que había visto desde su casa los destellos de las armas. Contó que una bala perdida había caído en su techo. No le hubieran creído sino es porque les mostró la ojiva que luego de agujerar su lámina se incrustó en el cemento de la losa de la azotea.

Zapatos sin dueño
Ocurrió en pleno día. En pleno zócalo de Chilpancingo. Un hombre cuya identidad nunca se conoció caminaba en dirección al andador Zapata, a un lado del Tribunal Superior de Justicia. Sería como la 1:00 de la tarde. Caminaba como cientos de personas caminan y pasan enfrente de cafeterías y restaurantes de comida rápida. La Covacha es una de ellas. Los clientes, que la mayoría de las veces matan el tiempo con un café durante horas, juegan ajedrez o hablan lo mismo de teología que de política, fueron testigos del levantón de un hombre cuya identidad nunca se conoció.
Ese día, los clientes de La Covacha sí tuvieron de qué hablar. Nadie supo a ciencia cierta nada –y qué mejor para ellos–, sólo oyeron el derrape de una camioneta, percibieron el olor a cloch, vieron cómo varios hombres armados arrastraban a otro hacia el vehículo, y a éste que se resistía con cara de susto, de angustia, entre medio mundo que no hizo por llamar al 066; vieron cómo dos policías municipales que estaban en contra esquina, pegados a la pared del hotel Cardeña, no atinaron si quiera a pestañear.
Todo fue muy rápido, al margen de la realidad. A los testigos les pareció estar moviéndose en cámara lenta mientras que ante sus ojos pasaba una escena veloz del lavantamiento de un hombre que gritó auxilio, que pidió clemencia y cuyo par de zapatos quedaron botados en el lugar. El movimiento de los árboles por el viento, el andar de la gente volvió a su cauce normal una vez que el vehículo arrancó a toda velocidad. Nadie movió un dedo. Algunos clientes de La Covacha hasta pidieron un vaso de agua y le echaron azúcar para amainar el susto, y siguieron hablando de teología, de política y de la inseguridad como algo remoto. Como si lo que acababa de pasar les fuera ajeno, o perteneciera a otra realidad. A otro orden de cosas. Nadie denunció el episodio ni nadie escribió al respecto.
Los zapatos del hombre que fue levantado en pleno centro, en pleno día, ante decenas de ojos atónitos, a un lado de la sede del poder Judicial de Chilpancingo, sin ningún policía que lo impidiera, permanecieron durante horas en el lugar ante la mirada extrañada de la gente que de vez en vez volteaba a verlos hasta que llegó un pordiosero y se los llevó.

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