|David Espino|
Una manta se extiende atrás del
templete que fue dispuesto para lo oradores de la marcha en apoyo a
Ángel Aguirre Rivero, el jueves 5. Su mensaje es directo: “por qué
se defiende a unos delincuentes y a otros no”. Abajo de la leyenda, dos
imágenes: el incendio al Casino Royale en Monterrey y el incendio a
la gasolinera Eva II en Chilpancingo el 12 de diciembre. Quienes la
mandaron a hacer pusieron en el mismo nivel a sicarios al servicio
del narco y a los estudiantes de la normal Raúl Isidro Burgos, sin
si quiera pretender salvar las proporciones de los hechos.
El tono de la marcha es estridente. Una
estridencia que no se manifiesta ni siquiera en las vivas al
gobernador como en el odio hacia la Normal y sus alumnos. Las
pancartas que llevan los participantes no dejan lugar a dudas: se
trata de una manifestación masiva de intolerancia y encono: “Cierre
de Ayotzinapa. Estamos hartos”, o “Cierren el burdel de
Ayotzinapa”, o “Afuera los ayotzinapos. Estamos con usted sr
gobernador”, o “Cierre de Ayotzinapa, ¡urgente!”. O una más
frontal: “Señor gobernador, cierre el centro de concentración de
terroristas”.
En cambio, los vítores a Aguirre no
pasan de “Aguirre Rivero, el Ángel de Guerrero” o “Aguirre
aguanta, el pueblo se levanta”. Aunque decir pueblo, es decir
mucho: uno que otro empresario, uno que otro indígena, y muchos
burócratas. También, políticos en uso y desuso –Jesús Araujo
Hernández, entre éstos–, taxistas y empleados con viáticos
pagados.
–Nosotros nos conformamos como
organización gracias al gobernador Ángel Aguirre –dice al
reportero el subdelegado de Transportes en la Costa Grande, Juan
Miguel Castillo.
Castillo está con toda su palomilla
–dice él–, en el centro de la explanada de la plaza cívica
Primer Congreso de Anáhuac, cotorreando mientras los oradores se
desgañitan exonerando al gobernador de una culpa más de conciencia
que endilgada.
“Se equivocan quienes creen que el
gobernador debe irse. Se equivocan quienes andan, por ahí, pidiendo
desaparición de poderes. No hay lugar a eso”, dice a lo lejos
Araujo Hernández, antiguo (antiquísimo) luchador social, desde que
lo cooptó Rubén Figueroa Figueroa y pasó a formar parte, después,
de los empleados de su hijo, Rubén Figueroa Alcocer.
Castillo se carcajea, come helados con
sus colegas y sigue platicando.
–Antes éramos de la COTEG, incluso
apoyamos, a güevo pues, a Manuel Añorve Baños, pero por
convencimiento siempre estuvimos con Aguirre. Al final, aunque la
gente de Añorve nos pagó para acarrear gente el día de la elección
ni lo hicimos. Ahora somos de la organización Unidos por Guerrero.
–Y luego, cómo te hiciste
subdelegado –se le pregunta.
Castillo se rasca la cabeza. Una mueca
de risa se le pinta en su cara.
–Son los compromisos que se hicieron,
pues.
–Y ahora devuelven el favor.
–Claro, hay que ser agradecidos.
Saldrían unos 3 mil de la gasolinera
del DIF: trabajadores del gobierno –de mandos medios para abajo–,
choferes, empleados de comercios llevados por sus patrones, patrones,
profesores y su dirigente, David Guzmán Sagredo... el diputado Jorge
Salgado Parra y el senador Julio César Aguirre Méndez que se
pelearon los reflectores, cuando los reflectores ya los tenían
perdidos desde que cinco normalistas decidieron representar la
represión y el asesinato de sus dos compañeros en la misma plaza en
la que los contingentes llegarían.
Caminaron por toda la avenida Benito
Juárez, llegaron a la Alameda, pasaron a un costado del zócalo
donde se topan con la calle Ignacio Ramírez, subieron en la 18 de
marzo. Caminaron hasta la avenida Juan Álvarez que a una cuadra se
convierte en Vicente Guerrero. Para cuando iban en este punto ya no
eran 3 mil, en el camino se fueron disgregando como cuando se
desgrana una mazorca comida por los chicurros. Luego, en la plaza
cívica fueron llegando de a grupos pequeños, más buscando la
sombra, la comodidad de los árboles que el discurso de aquellos que
aunque más mesurados no dejaron de mostrar su animadversión hacia
los críticos del aguirrato. Normalistas o no.
Al final se quedaron unos mil 500. Los
más convencidos, sin duda. Los más aguirrista. Se notó. Se vio. Se
oyó. Ya no era cantidad sino estridencia. No era calidad, tampoco,
sino niveles de intolerancia contra los estudiantes que el 12 de
diciembre, en el bloqueo de la autopista del sol, perdieron a dos de
sus compañeros al ser asesinados por los disparos salidos de los
rifles de los policías –federales o estatales, policías al fin–,
y un mes después moriría un empleado de la gasolinera producto de
las quemaduras que le provocó el incendio a una bomba despachadora.
Fueron los más radicales porque cuando
llegaron a la explanada, disminuidos, y vieron que los esperaban los
normalistas tirados en la plancha de cemento recalentado por el sol
de las 2 de la tarde, representando con pintura roja la sangre de sus
muertos, la sorpresa fue precedida por la descalificación.
–¡Secuestradores!
–¡Porros!
–¡Asesinos!
–¡Terroristas!
Gritaron y el escupitajo fue lanzado
para arriba.
Otras agresiones fueron más frontales.
Los cinco chicos, tres a un lado del templete y dos unos tres metros
enfrente, aguantaron de todo. Empezaron a gritarles “no se
victimicen”, pero cuando salió el reclamo ya no se supo si fue
para los normalistas o contra los oradores que estaban haciendo lo
propio con el micrófono en mano, pidiendo respeto al estado de
derecho y reprochando que cinco muchachos se hayan manifestado de ese
modo en su “evento”.
Los tres que estaban a un costado
fueron copados por las mantas.
–Tápenlos, tápenlos. Pobrecitos que
no le dé el sol –se decían los manifestantes entre ellos, con
acento mordaz.
Los corresponsales les hicieron rueda y
las fotos fueron, sobre todo, para ellos. Entonces ni Aguirre Méndez
ni Salgado Parra habían llegado ya a la explanada –el primero bajó
sólo por unos momentos de su oficina de gestión que está mero en
el centro– y ni falta que hizo, porque los fotógrafos estaban
ocupados tomando placas con valor periodístico.
La agresión no cedió.
–Porqué se tapan la cara. No que muy
valientitos –gritaba un hombre rapado y con gafas oscuras.
De vez en cuando agachaba la cabeza
hacia donde estaban los normalistas. Y gritaba, haciendo un cono con
sus manos:
–¡Violentos! –luego trataba de
camuflarse entre las caras de los demás.
Cuando se le preguntó quién era, de
dónde venía, se dio la media vuelta y no pronunció más palabras,
hasta cuando los primeros tres muchachos optaron por retirarse en
silencio, como habían estado durante todo este tiempo.
–¿A dónde van? ¡Cobardes! –les
empezó a gritar una vez más y los demás manifestantes le siguieron
a coro.
Los otros dos normalistas aguantaron
hasta el final.
–Busca a Carlos Acosta, él trae el
recurso –le dice un hombre de acento costeño a un chico flaco que
le pide algo.
El muchacho lo mira sin reponer nada.
Entonces el hombre supone que lo que tiene es hambre.
–Sí –le repite– Carlos Acosta...
Carlos Acosta, lo busco y busco el grupo con el que andas para que
los llevemos a comer.
Ya casi se retiran. Hasta donde están
no se entiende lo que dicen los oradores. Incluso a unas siete filas
de la gente ya no se percibe nada. De modo que a lo lejos pareciera
que se trata de dos actividades diferentes. Los que hablan en el
micrófono, exaltando la labor de un gobierno que tiene vejez
prematura y los que tratan de sacar los problemas de organización.
Dónde darles de comer a los que trajeron, cómo regresarlos a sus
lugares. Y los que tomaron el viaje como una oportunidad de
esparcimiento.
–Que aguantemos –le dicen a Juan
Miguel Castillo sus colegas.
–Pues aguantamos –dice. La sonrisa
siempre dibujada en la cara.
Terminado el acto protocolario los dos
normalistas que aguantaron hasta el final siguieron tirados en el
cemento. Una señora, empleada del gobierno vio que los reporteros
los rodeaban y empezó a hablar.
–Pobres muchachos, cómo los
utilizan. Sus padres no deberían permitir esto. Y mientras sus
líderes reciben dinero ellos aquí tirados, dando lástima.
–Y usted quién es –le preguntaron.
–Soy ciudadana, soy de la sociedad
civil y me estoy manifestando en contra de éstos y en favor de Ángel
Aguirre Rivero –dijo y no dio oportunidad a más preguntas.
Otro hombre joven, con gorro para
menguar el frío, facciones blancas, llevó más lejos su
intolerancia.
–Y estos hijos de su puta madre qué
se creen –dijo y amagó con patearlos. Tuvo que intervenir un
reportero para que la agresión no llegara a más. Luego se supo, era
el hermano de Mauricio Leyva Castrejón, uno de los oradores del
mitin por la paz y en apoyo a Aguirre que se llevó a cabo el jueves
5.
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