Crónicas de barandilla


[David Espino]

Lo primero es el olor. Un intenso olor a orines impregnado en la paredes que encoge la nariz y que parece, aquí, ya nadie percibe. La médico que estará de guardia hasta las 10 de la noche lo duda.
¿En serio? –pregunta, cuando se le hace la observación.
Tania Ocampo, se llama, y desde su pequeña oficina se podría sintetizar las condiciones en que está toda la comandancia de la policía preventiva (barandillas) de Chilpancingo: una silla sin patas trepada en el camastro roto donde recuestan a los pacientes. El óxido corroe los cajones que están debajo y las termitas se cenan todas las noches el escritorio donde se diagnostica a los presos antes de meterlos a la celda.
La valoración médica es imprescindible, un requisito de ley, vigilado por Derechos Humanos. Pero esta noche sólo don David Medina (un hombre de 50 años detenido por andar borracho en las calles) y un detenido más del que se supo llegó hacía un par de horas por orinarse en la banqueta, serían revisados. El médico de guardia, el que suple a Tania de las 10 de la noche hasta las 6 de la mañana, no llegará y el resto de los tres detenidos que vendrán hasta esa hora pasarán directo a la celda.
Así fue con José de Jesús, traído a la media noche dando tumbos por el alcohol y por los empellones que le daban los policías.
¡A ver, cabrón! ¡Párese a’i, párese a’i! –le ordena un comandante y lo empuja con rudeza hacia la pared, donde están rotulados unos números. Le toma un par de fotos. De frente. De perfil.
Y éste, qué hizo –pregunta el juez, divertido por el estado en el que viene José.
Pues que estaba insultado a su jefecita, mi lic –contesta un policía mientras intenta, torpe, quitarle las esposas.
Coloca en el mostrador todo lo que traigas en las bolsas del pantalón –ordena.
La condición de José no le da más que para ladearse. Se mete las manos a los bolsillos, errático, y saca unos papeles arrugados. Otros policías los extienden. Son recortes de mujeres desnudas. Los policías se burlan del hallazgo.
¡Aaah! pinche pornográfico –le dicen casi en coro.
Y qué les importa –gruñe José–. Déjenme, suélteme –grita y se sacude sin conseguir liberarse.
Ya, ya. Ya te vas a ir –dice el juez, un hombre de 40 años con jeans y chamarra deportiva–, ya te vas a ir –repite para tranquilizarlo.
Los policías se carcajean, cual hienas.
A ver muchachos, ya llévenselo –ordena.
Los agentes lo conducen en vilo hacia la celda y él se resiste cuando ve que lo llevan en sentido contrario a la salida.
¡Suéltenme! ¡Suéltenme, cabrones! –reclama mirando hacia atrás.
Un último empujón lo refunde. El aldabón de la reja retumba al ser abierto y luego cerrado. José calla.

El ambiente en barandillas es de fiesta. Los agentes celebran cada que sus compañeros traen a un nuevo detenido. Y hasta los tamales con atole que se mandan a traer y que cenan sin horario específico, sino conforme les da hambre, son objeto de bulla.
En las instalaciones no hay sala de espera, ni una silla donde se sienten quienes vienen a pagar las multas de sus parientes. Por lo general, tienen que esperar en las jardineras oscuras del estacionamiento. Como todos los que llegan es por faltas administrativas –dice el juez en una breve plática–; es decir, beber y escandalizar en la calle o cometer “actos inmorales”, con el pago de una fianza salen libres. Si no, si nadie paga, entonces se tiene que cumplir las 12 horas de castigo y salir hasta entrada la mañana del día siguiente.
Aunque el cuarto detenido de la noche no llegó por eso. Jorge Luis fue traído porque los policías lo vieron robar un home theater y al verse sorprendido intentó brincar una barda sólo que su pesada barriga se lo impidió, lo detuvieron y al igual que sus tres antecesores fue recibido con rechiflas y burlas.
¡Bajen al sobrino de la tía! –llegaron gritando los preventivos desde antes de estacionar la camioneta.
Jorge Luis, de unos 19 años, regordete y moreno, vestido de bermuda y playera sin mangas, chanclas en los pies, intentó explicar al juez. “Yo le voy a decir cómo estuvo la cosa. Yo le voy a platicar”, dijo cuando los policías empezaron a dar su versión.
A ver –le dice el juez, pero parece que sólo es para darle más carnita a los agentes.
Es que mire, estos aparatos son de mi tía –alcanza a decir y lo interrumpen las risas, de todos. El juez no se contiene y suelta una risotada.
¡Ah! –repone– ya sé porque te dicen “el sobrino de la tía”.
Lo revisan. Le toman las fotos de rutina y sacan el aparato que había metido en una bolsa usada de basura. Un olor a comida podrida se mezcla con el olor intenso a orines de la celda y un policía sale a prisa, emulando vomitar.
No sea panchudo, no sea panchudo –le grita una policía carcajeándose.
El juez llena un formulario. El sueño lo vence. Son las 3 de la mañana. Desde la celda se oye, lejos, como una voz que sale de una caverna, los gritos de José de Jesús para que lo dejen dormir. Los otros dos ni chistan.
Vas para dentro pues –sentencia el juez. Los policías acatan el dictamen.

La prisión es oscura y húmeda, de apenas 4 x 3 metros, menos lo que mide el mingitorio, una losa de concreto que ocupa todo lo ancho de la pared y donde muy a menudo termina el vómito y el excremento de quienes ya no saben de sí. Penes y vaginas, vaginas y penes están dibujados en las paredes. Y a la entrada, una leyenda: “Infiernos”.
La celda está acorde con su entorno. El resto de las instalaciones parece también en ruinas. Las paredes de tabla roca que divide los cubículos del Servicio Médico, Servicio Social, área de policías, y las áreas administrativas aparentan caerse. En el lado de los agentes unas láminas asoman de las paredes, como una osamenta a la intemperie.
Ni el privado del jefe policiaco se salva del deterioro. Las cámaras de circuito cerrado no sirven y de las cuatro pantallas del centro de monitoreo, en dos sólo se ven rayas, en otra apenas una leve imagen y la única útil, es usada por Miguel Silva, su asistente, para sintonizar Bandamax.
Es a Miguel a quien le salta, de pronto, la presencia del reportero. Le pide su identificación, lo rastrea por Google. En eso estaba cuando llega el quinto detenido de la jornada. Son las 5:30 de la mañana y el aire frío parece fibras de vidrio.
¡Vale madre! Ahí traen otro lacra –anuncia despectiva una policía que cabeceaba en el puesto de vigilancia.
Con éste son especialmente violentos. Desde que baja de la patrulla uno de los policías lo recibe con una patada en el pecho.
¡Camínale, hijo de tu puta madre! –le grita.
Una caravana de agentes, y los acusadores van atrás de él. Se piensa que han detenido a un criminal de alta peligrosidad. Pero no.
Quien lo señala dice que le robó una batería de carro. Él lo acepta y alega en su descargo que fue porque estaba algo tomado. “Bien sabe el jefe que yo no hago esas chingaderas”, dice y se dirige a quien lo acusa.
¿Lo conoce? –pregunta el juez al agraviado.
Sí, es mi vecino. Se llama José Calletano. Pero de todos modos métanlo al bote para que se le quite lo transa. Y que me pague la batería.
El juez toma nota y da la instrucción que lo lleven a la prisión.
Afuera queda el festín de policías que hurgan en una cubeta decomisada al detenido. Van sacando objeto por objeto. Lo anuncian a gritos: una manta, unas revistas pornos, una botella de agua ardiente y luego, al último, una bolsita de mariguana que provoca especial revuelo entre los agentes.
¡Uh! Está bien buena –dice una policía cuando toca la mota–, sin semillas –repone y se evidencia conocedora.
Trae acá –le ordena el comandante y empieza a espulgarla.
Pues si no sabe qué hacer con ella, a’i me la guarda… para mis reumas.

No hay comentarios.: