El DF, laberinto interminable de vidas y hormigón

David Espino

La urbe te traga. “Simón, el defectuoso te traga”. Es un laberinto de asfalto y hormigón igual o peor de indómito que la chiapaneca selva Lacandona donde circulan a toda prisa autos y personas por igual. Personas en autos por igual. Y abajo, un enorme reptil de hierro y goma en sus comisuras recorre sus entrañas, hondo es el crujido metálico de sus múltiples patas. La corroe veloz, como veloz corre la vida acá, imperceptible.

A la Ciudad de México nadie la doma. Sólo ellos, los que viven en la calle, es de ellos la calle. Los chilangos de a pie. Limpian parabrisas, venden cidís de música o películas piratas –aun libros, textos de García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa. “¡Mire lleve usted el más completo compendio musical de José Alfredo Jiménez!”, se oye, inverosímil– en las baldosas de la alameda o en el metro, la infinita serpiente metálica. Cargan a lomo limpio los canales de la res y el puerco en el mercado de la Merced. Y venden cualquier cosa en Tepito, cualquier cosa. Ropa de marca, calzado de marca, sofware y computadoras de marca, aunque después de que se le da el dinero no regresen con ellas.

No importa, esto es el DF. Un retazo, al menos, del DF.

La gente acá lucha todos los días contra este monstruo y sus demonios. La noche, los autos, la calle y sus moradores, los transeúntes sumidos en sus celulares, en sus iPod, en su contradictoria soledad en medio de más de 20 millones de congéneres. La oscuridad es de otras especies, de los hombre mono, el resistol 5000 en bolsas o botellas de plástico, la mona, mata a diario sus neuronas. Viven en las profundidades de los desagües y salen como animales nocturnos a buscar alimento en los basureros. Ellos son los dueños de las penumbras, son los dueños de la ciudad. La conocen como los lunares de su rostro; viven de ella. O ella en ellos.

Sí.

O termina por devorar a los intrusos. Aventureros que quieren hacerla suya. Insensatos. Los otros pasan por la orilla. Se refugian en el hotel de cinco estrellas o los hostales del zócalo, en los taxis, hasta sus destinos predecibles. Ven pasar las casas con sus vidas familiares, con sus amantes y sus orgasmos; las arterias con sus choques y atropellados, con los robos a mano armada, con los cafés nostálgicos; con los chilangos y sus tribus: darketos, punketos, nerds, emos, eskatos, grafiteros, concheros. Punto, y narcos.

Una razón de vida en cada uno de ellos, cosmogonías diametralmente opuestas sorteando la suerte de vivir a diario como si fuera la última oportunidad de aliento. Episodios de vida que pasan efímeras por la ventanilla del autotrasporte urbano o de los automóviles de lujo de quienes no se atreven a retar a la urbe. Nunca la conocen. Ilusos.

La ciudad es indócil para aquellos que la provocan.

La neta carnal, está cabrón que llegues hasta Santa Fe así como así” –dice un malabarista nocturno cuando se le pregunta por el rumbo a tomar para llegar a la elitista zona, luego de apreciarlo trabajar entre los semáforos:

Acto 1.

El personaje prepara sus malabares para distraer a los automovilistas que empiezan a mostrar su hastío por lo lento del tráfico. Pareciera sacado de un circo de cuento. Descalzo, con corte punketo que oculta en una gorra sucísima, tatuajes de un demonio en su hombro derecho y osamentas en la espalda que emulan su espina dorsal; pircing en los alrededores de sus orejas y pulseras de cueros y collares colgados de ambos tobillos que asoman de una bermuda caqui y, abajo de ésta, un mallón malva.

Acto 2.

Su piel requemada, los rastros del sol sobre su rostro caucáseo, ojos azulísimos y sonrisa de cuidada dentadura –contrastante para un dueño de la calle y sus noches– se lanza a la intersección de las avenidas. Los mazos vuelan, flotan en el aire, suspendidos por segundos captan lo suficiente la atención. Hacen su trabajo de artificio y luego vienen algunos pesos que el malabarista recoge por la ventanilla de los vehículos. Regresa.

Acto 3.

Simón, el defectuoso te traga carnal.

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