|David
Espino|
En la esquina de Manuel Mier y Terán y el paseo Alejandro Cervantes Delgado, Esmeralda Ávila Santos platica con don José, su antiguo vecino. La calle resplandece con un sol vertical que parece recién nacido. Hace apenas ocho días todo aquí era lodo y agua y las nubes oscuras amenazaban con soltar más lluvias. Pero ahora el cauce del río ha bajado y del estruendo que trajo consigo la tormenta Manuel durante tres días sólo queda un rumor suave.
Don
José, un sesentón flaco y desaliñado, le cuenta a Esmeralda que
unos hombres se metieron a su casa y le sacaron dos sillones. Un niño
da vueltas al rededor de ellos como abeja hiperactiva. Esmeralda se
limita a oír y a mirar su casa azul con puertas y ventanas blancas
derribada la madrugada del 16 de septiembre por la fuerza del río,
que creció con las lluvias y que cobró mayor presión cuando se
abrieron las compuertas de la presa Cerrito Rico.
El
14 que la lluvia no cesaba, Esmeralda no pudo disimular su
preocupación. Su madre, Elba Santos Castro, de 58 años, intentó
calmarla.
–No
pasa nada, hija –le dijo.
Cuando
despertó, al día siguiente, vio que la creciente derribaba algunos
árboles y cómo los registros de drenaje, unas pequeñas torres
hechas de tabique y concreto enterradas bajo la tierra, cedían a la
corriente. El muro de contención del encauzamiento del lado de su
casa se desprendió como cáscara de naranja. Y para las 3:00 de la
tarde la fuerza del agua ya era una vorágine incontenible cuyo nivel
subía 30 centímetros cada media hora.
Entonces
Esmeralda no oyó más a su madre que intentaba calmarla y la sacó a
toda prisa. Se refugiaron en la casa de enfrente, que no pasó de una
inundación y luego en un albergue habilitado en la secundaria
técnica 30. A las 7:00 de la noche volvieron para intentar rescatar
documentos y artículos personales, pero un poste de alta tensión
también había caído a la mitad de la calle y los cables hacían
corto circuito. No se arriesgaron más.
ESMERALDA,
UNA CHICA regordeta de 24 años, de cabellera negra y piel blanca y
lentes para ver, tenía tres años y medio viviendo aquí con su
madre. Se vinieron en junio de 2010, el mismo año que se desbordó
el Huacapa por una lluvia atípica ocurrida en febrero, luego que
doña Elba la compró por una cantidad que Esmeralda desconoce, como
desconoce quién fue su antiguo dueño y los motivos por los que la
vendió. Aunque ahora parecen obvios.
Nació
y creció en el centro de Chilpancingo junto con sus tres hermanos
mayores que ella. Cuando tenía 20 se mudó con su madre a vivir en
esta esquina, en la Mier y Terán con Cervantes Delgado, por motivos
de los que prefiere no acordarse. Ahora, dice, nada sabe sobre si las
van a reubicar o si rehabilitarán el encauzamiento y su casa.
–Hace
unos días –recuerda– pasaron los del censo de la Sedatu
(Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano) para
cuantificar los daños. Nada más. No nos dijeron cuándo podremos
regresar a nuestra casa, si es que podremos regresar, si nos van a
reubicar o si se va a reconstruir. Lo único que nos dijeron fue que
el censo tardaría como un mes en realizarse. Yo creo que luego de
eso nos van a comunicar qué sigue.
Platicamos
en la acera de enfrente de su vivienda derribada. Don José escucha
sentado en la banqueta, mientras el niño sigue dando vueltas como
abeja. Antes de que los interrumpiera, su vecino le estaba diciendo
sobre el robo de los sillones. Una mujer madura estaba con ellos
completando lo que decía el hombre, doña Rosita, esposa de don
José.
–Sí
pues, fíjate, Esme. Y eso que él ha estado asomándose para
vigilar. Hasta dice que vio al bolillero husmeando y que hasta se
metió con todo y canasta. Pero lo regañó, Esme. ¡Viejo cochino,
ya no le voy a comprar más!
EL
16 DE septiembre, Esmeralda y su madre regresaron muy temprano para
ver las condiciones de su casa. En el albergue donde pasaron la noche
escucharon todo tipo de historias sobre la catástrofe en la que se
había convertido la tormenta. Oyeron que el río se había
desbordado y que lo mismo arrastró con viviendas que con automóviles
y familias enteras cuando desde el ayuntamiento se ordenó abrir las
compuertas de la presa.
De
la gente que iba llegando oyeron de carreteras destrozadas, de
pueblos incomunicados, de que, como ellas, había miles de
desplazados por inundaciones y desbordamiento de ríos en muchos
lugares del estado. Por eso decidieron regresar a su casa, para ver
cómo estaba. Para entonces ni el internet ni los teléfonos
celulares funcionaban y no funcionaron sino hasta cinco días
después.
–Regresamos
a las 7:00 de la mañana para verificar si todo lo que se estaba
diciendo en el albergue era cierto. Y sí. Cuando llegamos vimos la
casa volteada, con la corriente del agua en la azotea y un ventanal
de la segunda planta como si fuera la puerta de la calle.
Primero
retumbó. Se oyó crujir a los tabiques y al concreto. La creciente
erosionó la tierra donde los cimientos se aferraban, los golpeó con
violencia sostenida durante horas hasta que un estropicio de muebles,
trastes, aparatos y cortos circuitos alertó a los vecinos que se
quedaron en la parte alta de las casas vecinas. La casa se desplazó
un par de metros y luego colapsó como barco que naufraga en medio
del océano.
–Mi
mamá se puso muy mal. Terrible, terrible. Fue una semana (la semana
del 16 al 20 de septiembre) muy difícil, en la que no sabíamos qué
hacer, a dónde recurrir. Mi mamá hasta se enfermó. Pero ahora,
gracias a dios, está mejor. Ya está bien. Poco a poco lo está
asimilando.
ESMERALDA
VISTE JEANS azules ajustados y blusa rosa, formal. Está maquillada y
bien calzada. Su estatura es media y tiene una voz suave y aniñada.
Cuando se va del lugar luego de supervisar la casa una vez más por
fuera y caminando sobre las piedras que arrastró el río, lo hace en
un automóvil austero pero en buenas condiciones.
“Nos
quedamos con lo que traíamos puesto. Es todo lo que pudimos salvar.
Nada más”, dijo cuando tocamos el tema de los avisos de alerta que
debieron emitir las autoridades para que la gente tomara precauciones
y rescataran las pertenencias más fáciles de llevar, como
documentos, ropa, celulares o computadoras portátiles. La noche del
14 que hubo box (peleó el mexicano Saúl Canelo
Álvarez contra el estadunidense Floyd Mayweather) ningún anuncio de
Corona fue sustituido por una alerta de tormenta, y el 15 de
septiembre la gente estaba enfiestada por el Grito de Independencia.
–¿Fueron
advertidas sobre el riesgo que representaban las lluvias?
–No,
nunca, nadie. Por nadie. Nosotros nos salimos porque nuestra
conciencia así nos lo dijo. Por sentido común. Vimos peligro y nos
salimos.
–¿Alguna
vez vinieron brigadistas de Protección Civil para advertirles que
abrirían la presa y del riesgo que representaba?
–No,
nunca.
–Oiga,
hay vecinos que opinan que cuando abrieron la compuerta de la presa
las autoridades no midieron las consecuencias...
–Sí,
yo creo lo mismo. De ninguna manera, ellos no vieron a futuro lo que
iban a causar.
–¿En
febrero de 2010 ya vivían aquí, cuando también hubo una creciente?
–No,
unos meses después, como en julio, nos cambiamos para acá. De hecho
vamos a hacer tres años y medio.
–Era
una casa bastante grande. ¿No?
–Sí,
muy amplia. Y además de la casa perdimos todo. Nos salimos nada más
con lo que traíamos puesto. Ni documentos ni nada logramos salvar.
Yo le dije a mi mamá: “Ya avanzó 30 centímetros el agua. Se está
desbordando el río. ¡Vámonos!”.
–¿Y
tú mamá qué dijo, cómo reaccionó en ese momento?
–Nada,
ya no le quedó más que salirse conmigo. Aunque ahora me dice que si
hubiera estado sola le hubiera sido difícil salirse y dejar su casa.
MIRA
SU TELÉFONO celular para ver la hora. Son casi las 2:00 de la tarde.
Tiene que regresar al trabajo. Su madre anda en el ayuntamiento
recuperando actas de nacimiento, escrituras y demás documentación.
Es difícil saberse sin nada. Sin un lugar donde estar y donde
sentirse seguras. Aunque ahora, aclara Esmeralda, viven en casa de
uno de sus hermanos. “¡Gracias a dios!” En el albergue no
permanecieron más que un par de días. Hasta que tuvieron la certeza
de que no regresarían más, al menos no pronto, a su casa.
Cuando
termina la entrevista a petición de ella se despide de doña Rosita
que nunca se apartó de lugar, igual que su marido, don José, y el
niño hiperactivo, nieto de ambos.
–Don
José, nos vemos –exclama con su voz aniñada.
–Ándale
pues, mi’ja...
–Doña
Rosita... vine a dar una vuelta, pero, pues mire, dice don José que
ya se metieron por los sillones.
–Ya
se metieron. ¿Vas a creer?
–Ni
modo pues, hay que se maten si quieren, porque está peligroso –dice
Esmeralda con un dejo de coraje.
Doña
Rosita la llama. Le dice algo sin despegar mucho los labios. Luego la
jala hacia donde está la construcción derrumbada.
–Mira,
ven, te voy a decir algo.
Caminan
por sobre las piedras redondas y blancas que trajo el río. Yo
aprovecho para preguntarle a don José si estuvo en su casa el día
de la tragedia y, hosco, me responde que no, que se fue a otro lado,
pero no me precisa si estuvo en un albergue. Luego sigue a las
mujeres.
Los
tres caminan a la parte de atrás de la casa, o a la parte de abajo,
de hasta abajo, depende cómo se vea. Hablan. Esmeralda extiende los
brazos cuando dice cosas. Cuando me acerco me percato que doña
Rosita la está alertando sobre una grieta en la parte donde parece
que estaba el baño y que de allí se pueden robar sus pertenencias.
–Esa
es la alacena –dice Esmeralda.
–Ah,
yo creí que era como un ropero o algo así.
–No,
mire, porque aquí teníamos la cocina y como la casa se volteó,
seguro que se vino hasta acá –dice y muestra la parte donde estaba
la cocina.
Don
José se asoma por un hueco entre los cimientos y dice que vio gente
tratando de meterse por ahí. Su mujer lo reconviene para que salga
pronto no vaya a ser que se termine de derrumbar y quede sepultado.
Él sugiere que busque a alguien que le cubra para que no vayan a
hacer el pozo más grande y terminen de robarle sus cosas. Esmeralda
responde que para qué, que ya son puras ruinas. El niño de unos 10
años también anda por ahí, sorteando los regaños de su abuela.
Ahora
don José trepa sobre la pared de atrás, de tabique sin revocar,
para asomarse por una ventana. Si la casa estuviera erguida pareciera
el hombrecillo aquél de la tira cómica que camina sobre las
paredes. Le da la mano a Esmeralda para que suba con él. Arriba,
ambos cruzan algunas palabras, él le señala con la mano un punto y
ella sólo se encoge de hombros. Ambos bajan. Ella vuelve a
despedirse y camina hacia su automóvil. Lo enciende. Cruza algunas
palabras con otro vecino, un chico de bermudas y tenis como de su
edad, y luego se marcha.
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