|David Espino|
No.
Acapulco no es una tierra paradisiaca. Su extensa bahía es un espejismo de belleza natural que guarda en sus profundidades la contaminación de una ciudad que creció de forma desproporcionada y anárquica. La mancha urbana se ha subido a los cerros y a las laderas. Se ha apropiado de barrancas, de esteros y humedales. Ha arrasado con reservas naturales, con bosques y playas.
El sol calienta el asfalto a 40 grados y la resolana asfixia en sudor a quien se atreve a andar en las calles a pie. El tráfico ininterrumpido ensordece. Los taxis, los camiones urbanos, los automóviles colectivos y particulares hacen de las vías y avenidas un terreno de riesgo. Incontables son las víctimas que han muerto bajo las llantas de camiones urbanos. Incontables los choques diarios, los lesionados. Incontables los estragos de una ciudad que crece y traga todo a su paso. Caótica.
Acapulco ha dejado de ser un paraíso. Ni siquiera se le parece. Ahora tiene más semejanza a su antípoda: el infierno.
Acapulco, presentado en espots y carteles publicitarios como un paraíso rodeado de agua, es el agua su mayor desgracia. Por el agua, Acapulco es ahora de las ciudades más vulnerables. Cualquier lluvia seria, incesante, la inunda. Su iluminada Costera con sus hoteles de cinco estrellas, restaurantes exclusivos y discotecas de primer mundo se encharca; y sus cloacas, cuyas entrañas eruptan géiseres de drenaje, colapsan en un estallido de fetidez que muestra a la ciudad desnuda. Negligentes sus gobiernos, negligentes sus pobladores. Rapaces sus empresarios. La naturaleza se las cobra.
En la reciente lluvia –la de la semana pasada– producto de la tormenta tropical Beatriz Protección Civil reportó cuatro muertos, dos lesionados, 150 viviendas inundadas, caída de árboles y bardas, ríos desbordados. En el poblado de Amatillo, en la zona rural del municipio, una familia murió ahogada en su fosa séptica cuando la madre cayó de una altura de dos metros al romperse las tablas que la cubrían. El padre y su hijo en el intento de rescatarla resbalaron y perecieron junto con ella.
La cuarta víctima fue un joven que intentó cruzar el río de La Sabana. Crecido, embrutecido el afluente se llevó toda materia a su paso, animada o inanimada. El chico quiso pasar por un puente improvisado que en las condiciones normales de un río diezmado por la contaminación y el crecimiento poblacional parece cosa de todos los días. Ahora no. Con Beatriz cayendo, el muchacho resbaló al agua y sus restos fueron hallados hasta muy tarde con signos del rigor mortis.
Las colonias más golpeadas, según el secretario de seguridad pública Ramón Almonte Borja, fueron Alejo Peralta, Llano Largo y Puerto Marqués.
Pero Beatriz fue –ha sido– sólo una pequeña, pequeñísima muestra del poder de la lluvia en una ciudad vulnerable que no fue planeada para albergar a tantos habitantes. Una vez, hace 14 años ya hubo una lección ejemplar con el huracán Paulina.
Paulina devastó el puerto.
En la transitada avenida Cuauhtémoc docenas de carros apilados, hechos chatarra, emulaban un campo de guerra. Los comercios se inundaron y miles de familias se quedaron en la calle, arrastradas sus casas por el agua como si fueran barcos de papel. Una ciudad destrozada cuyas bombas habían explotado inmisericordes sobre una población inerme. La iglesia de la Sagrada Familia, en la colonia Progreso, se vino abajo. La fuerza del agua se la llevó con todo y sus vírgenes y sus cristos. En esta colonia sobraron testimonios de la tragedia en que después se convirtieron seis horas ininterrumpidas de lluvia. El río el Camarón dio cuenta de la colonia que atraviesa.
Se perdieron hijos, esposas, madres, familias enteras. Los más vulnerables. 7 mil 284 viviendas fueron destruidas de manera total y parcial. Hubo más de 28 mil damnificados y aunque nunca se supo con exactitud cuántos muertos cobró Paulina la cifra con la que se quedó la oficialidad al final fue de 361, entre ahogados y desaparecidos. Por supuesto, revelaciones de testigos indicaron que el gobierno echaba los cadáveres en carros de volteo como si fueran costales de arena y sin esperar a que fueran reclamados fueron enterrados en la fosa común. Cundía el temor de que deviniera después una epidemia de proporciones incontrolables.
Pero estos muertos no fueron contabilizados. La cifra oficial por tanto, se quedó corta.
Esto ocurrió en los suburbios, en las colonias clasemedieras y de burócratas. En los grandes hoteles, los huéspedes apenas y sintieron una lluvia pertinaz y potente, acompañada de fuertes vientos. Sí, como el de un reporte meteorológico. No más. Pero cuando se levantaron y quisieron ir a broncear sus traseros níveos vieron que la ciudad de sus recreos estaba volteada de cabeza. En horas la abandonaron. La solidaridad vino de otras partes pero no de los turistas que la usan como cantina.
La Costera fue reclamada por la marea que se apropió de muchos metros y tiró postes de luz, restaurantes y parianes construidos en la playa. La avenida Escénica se partió en dos. Desde Puerto Marqués, cuyo drama de rapiña y tragedia contrastó con la miseria de sus habitantes, hasta Caleta fueron los estragos del Paulina.
Un par de escenas de la catástrofe.
En su desesperación, en su pánico para no ser arrastrado por la corriente del río el Camarón, un hombre se ató a un poste de luz. No contó con que el agua subiría más allá de su estatura. Fue encontrado ahogado días después, luego que la lluvia que siguió lo desenterró parcialmente de la arena.
Una más: el paso a desnivel de la Costera –arriba caminaban los paseantes que del parque Papagayo se pasaban a la playa, y viceversa– se convirtió en un gran charco. No se supo cuántas personas quedaron allí. De lejos, se alcanzó a ver un par de vehículos que quedaron varados. En días fue clausurado, rellenado de arena y asfalto para dar paso a los vehículos por encima.
Millones de pesos en pérdidas materiales que nunca se recuperarían por la salida de divisas. Millones de pesos para reconstruir el puerto para los turistas y para dejar la infraestructura de la ciudad intacta, tal como estaba. Es decir, inerme otra vez ante el reclamo de la naturaleza.
Del Paulina para acá, desde hace 14 años, ha pasado todo el abecedario de huracanes –Alex, Boris, Carmen, Dennis– y tormentas con muchos números –tormenta tropical uno, dos, tres, cuatro–, algunos de los fenómenos meteorológicos lejos, kilómetros de distancia, por mar abierto. Otros lo han rozado, de reojo miran las laderas y barrancas pobladas, aún invadidas por quienes, insensatos, se empeñan en retarlos. Otro Paulina sería peor. En 1997 había un poco más de 600 mil habitantes; hoy, 14 años después, Acapulco anda cerca del millón.
No. Las lecciones no han servido.
En 2007, el 31 de agosto, las lluvias de la tormenta Henrriette reblandecieron la tierra a tal punto que en la colonia Ampliación Miguel de la Madrid una roca de 50 toneladas se derrumbó y cayó sobre una vivienda donde vivía una familia de cinco integrantes. Tres de ellos, Porfirio Ortiz Nicolás, Porfirio Ortiz Gómez y Francisco Ortiz Gómez –el padre y sus dos hijos–, perecieron; la madre y otra hija sobrevivieron a la tragedia.
Nueve meses después, Virginia Nicolás Cervantes y su hija rumiaron en la prensa su dolor de verse en el mismo sitio, ahora en una casa prestada, a unos metros de donde murieron sus parientes y sin perspectivas de vida.
El mismo día, por las mismas lluvias de Henrriette, pero en otra colonia, El Mirador, de El Coloso, una roca de menor tamaño se vino sobre otra casa y mató a tres más. Los tres jóvenes: Janette Castañeda Bernardino, de 17; Diego Castañeda Bernardino, de 11 y José Manuel Castañeda Bernardino, de 12 años. Seis muertos que se pudieron contabilizar en 2007. 10 años después del Paulina.
Antes o después las historias han sido similares. Persiste la negligencia oficial. Persiste la subestimación de los pobladores.
En 2010 los remanentes del huracán Alex colapsaron un muro de contención de tres metros que cayó sobre una vivienda y mató a sus tres habitantes. La madre de 35, el padre de 26 y la hija, una niña de cinco años. Fue en la colonia Clemencia Figueroa, sobre la calzada Pie de la Cuesta, una colonia irregular mejor conocida como El Derrumbe. Otro nombre no podría describirla mejor.
Y ahora, con Beatriz –de los primeros huracanes que pasarán por el estado, que desafiarán Acapulco y a su sistema de protección civil– murieron cuatro personas. Faltan en realidad unos 40 huracanes. 21 con nombre de la A a la W que se desarrollarán en el Océano Pacífico; 21 que nacerán en el Atlántico, Golfo de México y el Mar Caribe; nueve anónimos, y cinco que podrían alcanzar categorías mortíferas: tres, cuatro y cinco. Según el portal del Servicio Meteorológicos Nacional y Metmex.
Pero éstos aún están en los pronósticos. En el ciberespacio.
En tierra, en Acapulco, hay 800 colonias asentadas en las laderas del anfiteatro y en las faldas de la ciudad. 40 zonas cuyos predios y barrancas albergan a un determinado (o indeterminado, Protección Civil no lo precisa) número de núcleos poblacionales están calificadas como focos rojos por la dependencia oficial. Alto el riesgo de inundaciones por lodo o por agua.
Protección Civil tampoco ofrece un Atlas de riesgo para Acapulco, no al menos, actualizado. El que está disponible –no en su portal, porque no lo tiene, sino en el de la Secretaría de Gobernación– es de los tiempos de Zeferino Torreblanca Galindo y con datos más viejos aún, de 2003 y 2004. Las imágenes son pesimistas.
El documento descargado en formato PDF consta de 35 páginas. En la 15, con el título Peligros y riesgos geológicos y geomorfológicos, se muestra un mapa de la ciudad –tomada de Google Maps– en cuyo pie se lee: Mapa de peligros por flujo de lodo. Se indican en azul y las líneas de ese color, hechos en computadora, no deja lugar a salvo. Desde Cumbres de Llano Largo, pasando por la Costera hasta la popular Mozimba y las colonias que llevan a Pie de la Cuesta. En la 16, Peligros por deslizamientos, el espectro se amplía. Son incontables los pequeños trazos naranjas que ubican los puntos.
En los Riesgos por inundación que se exponen en la página 20, tres colores muestran el peligro. Amarillo que es la mayor parte, naranja que son sobre todo las zonas altas y azul que se ubica en las faldas de los cerros. La página 21 muestra la otra cara de Acapulco. La imagen con el pie Microzonificación de riesgo por huracanes, muestra dos colores preventivos. Naranja que cubre alrededor de 60 por ciento, y rojo, que cubre el 40 por ciento que resta. No hay zonas verdes. Este color no existe. No hay áreas a salvo.
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